lunes, 31 de octubre de 2011

LA CENA. . .

Tenía una flamante cena en el viejo castillo Atlantic. El conde de Auseville me invitó y no me lo iba a perder por nada. Los invitados pertenecían a las más rancias familias europeas. Hombres de mucho poder, bellas mujeres, damas interesantes, el obispo de Canterbury y su equipo de Quality world. Las mesas señalaban familias con características propias. Los caballeros de la mesa redonda observaban a los invitados y en especial al duque Jurgen de Edaff quien estaba en mi mesa .No sabía por qué. Lo cierto es que el conde de Auseville también nos acompañaba y yo estaba preocupado porque el conde Nolberto Troll. Mi gran amigo, me comentó que ambos nobles tenían el poder de convertirse en animales. Yo me preguntaba si era como los animagos de Harry Potter, porque de ser así me hubiera gustado convertirme en unicornio .El conde Hectorius prefería el conejillo de Indias, en cambio, el duque de Edaff le fascinaba las aves marinas y podría ser un albatros como el de Baudelaire.
Los nobles bebían vino casillero del diablo y los demás preferían un whisky Chivas Regal 21 años,  como el que trajo mi amigo Jorginho, el joyero peruano. Yo combiné vino, agua y whisky. Estaba muy contento con las brochetas, la piña colada , algarrobina y pisco souer. Estos aperitivos me hacían recordar que estaba en el siglo XXI. Sin embargo, he de confesar que las personas que me rodeaban parecían de otra época. No había bebido tanto como para imaginar y sentir que estaba en otro siglo. No creo que hayan puesto alguna pócima, además estaba feliz porque el obispo de Canterbury me hizo llegar un sobre de color azul y blanco con mucha discreción que acepté gustoso  y firmé al Marqués Luis Alberto de Sajonia.
Menos mal que me había emperifollado para no quedar ridículo ante los auditores del reino. Había bebido una copa de vino tinto, dejé la chalina que me obsequió J.K. Rowling  y me retiré al baño del viejo castillo. Era un ambiente lujoso. La seguridad del castillo estaba a la orden del día y las anfitrionas me regalaban sonrisas y atenciones. En ese momento se acercaba ella, con su cartera negra y su celular.  En un principio, creía que estaba soñando. Estaba acompañada de una damisela. No sabía si acercarme a darle un beso en la mejilla o saludarla. Mi indecisión recordó unos versos que me enseñó mi profesor de Literatura, pero yo los había cambiado: Tus ojos tan negros /dijeron que sí/ tus labios de rosa dijeron que no/…Yo estaba cerca de la puerta y antes que me atreviera a darle un saludo, ella me dijo secamente que si aquella puerta conducía a la cena. Le contesté que sí y ellas ingresaron y cerraron la puerta y me dejaron fuera. Yo no regresaba a mis cinco sentidos, pero vi que se acercaba la vizcondesa Lyn de Marec y saludó con una agradable sonrisa y un beso que despertó en mí una alegría sui generis, después del papelón que hice ante Yasmina y su acompañante.
Los nobles bailaban, yo también. En mi mesa estaba una dama de negro y rojo que sorprendentemente había crecido siete centímetros, pero estaba tan bella que tuve que sacrificar a mis amigos del club jurásico y así poder bailar con ella. Otro integrante de la mesa era un descendiente de Hernando de Soto, el conquistador español quien se había criado en Edimburgo durante toda su adolescencia. Además, el músico brasileño Wilson Simonal, compartía una conversación exquisita con dos damitas del condado de Zarat.
El tiempo avanzaba y cuando yo no bailaba observaba una mesa que estaba frente a la nuestra. Tres damitas que habían estudiado en la Universidad de Transilvania: Elisabetta de Cerdeña, Rowina de Southampton y Alejandra del Cuadro reían y  conversaban a diestra y siniestra. Al lado de ellas estaba la duquesa de Edaff, una exótica dama de Sierra Leona, la damisela y Yasmina. De repente, me di cuenta que me estaba mirando. Cuando esbocé una sonrisa, ella volvió a mirarme y bajó la cabeza. Mis orejas quemaban, sentí un olor cánido y mi corazón latía más fuerte. Le decía al duque de Edaff-que la conocía- que la sacara a bailar, pero nunca ocurrió. Alguien le pidió bailar y salió a la rueda de danza: Alta, espigada. Toda vestida de negro, sus labios brillaban, su mirada de acero cortaba cualquier observación y se cimbreaba con encanto. Yo sentía que me miraba de soslayo y me contentaba con no sacarla a bailar. De repente me dice que no. Cuando terminó esa danza, parece que alguien llamó a su celular y se le vio preocupada. Era casi las doce de la noche y se puso de pie, salió casi corriendo, bajó las escaleras de mármol del castillo. Salí tras de ella como si fuera el príncipe del cuento La cenicienta, pero no se le cayó ningún zapatito de cristal. Al verme, avanzó el paso y en su huida se le cayó un adorno. Lo recogí. Era un camafeo. Había una figura tallada en ónice. Mi corazón se aceleró. El tallado era un siberian husky con los colores plomo y blanco. Rápidamente lo guardé en el bolsillo. Ella desapareció como por arte de birlibirloque. Regresé, apesadumbrado a los amplios salones del Atlantic. Ya no quería beber ni bailar. Busqué  mi chalina para retirarme, pero no estaba. No sé por qué pasó por mi mente que ella se había llevado mi chalina. Pregunté a varias personas, pero nadie me dio razón ni les interesaba. Cuando busqué al Conde Auseville y al duque de Edaff, ya no estaban. Era como las dos de la mañana, y triste por la chalina, bajé las escaleras y salí del castillo y me encontré con Elisabetta, Rowina y Alejandra del Cuadro. No sé por qué preferían el color negro. Las tres estaban bellísimas y al saludarlas, vi que las tres tenía un hermoso collar, pero con una imagen que me puso los pelos de punta: un vampiro en alto relieve,  que parecía que tenía vida. Rowina me miraba, yo también. Sus estudios matemáticos me atraían y para olvidar un poco, me olvidé de Yasmina y Rowina se me acercaba mucho más, pero no miraba mis labios, miraba mi cuello. Lo mismo hicieron las otras dos. ¿Qué hacían las tres solas en las afueras del Atlantic? Me quedé petrificado. No podía moverme. Elisabetta y sus labios delgados ponía sus dientes sobre mi garganta. En un movimiento, mi cruz de madera que la tenía como protección y que me obsequió el Obispo, fue mi salvación, pero las enfureció y cuando iban a atacar por segunda vez, un grito estridente de un lobo las hizo huir. Tomaron un taxi y se fueron. Yo trataba de buscar de dónde venía ese aullido de furia que me salvó la vida y pude ver en la azotea de un edificio la silueta de una loba cuyo segundo aullido me conmovió. Sentía que me miraba y volvía a aullar con un sonido tan trágico que me torturaba el alma.
Los animales estaban presentes aquella noche en mi corazón, pero ninguno como aquella loba que se retiró cuando ya estaba seguro que nada podía pasarme y lo único que me queda es contarles a ustedes las horas que pasé en el viejo castillo del Atlantic.

4 comentarios:

  1. Anónimo31.10.11

    muy bueno (:

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  2. Anónimo31.10.11

    Excelente,los alumnos me miraban con cara de asombro al verme reir tanto, no sabes como he disfrutado esta lectura, al igual que aquella cena.

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  3. AlejandraBT3.11.11

    Esta super el cuento, juntas mis 2 cosas preferidas: los vampiros y la ficción :D

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  4. Anónimo3.11.11

    profe chevere la lectura jjajja :)

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