jueves, 3 de noviembre de 2011

LOS AMIGOS DE SIRIUS BLACK

El 31 de octubre celebraron en mi país la fiesta halloween. No le di importancia a este día. Tenía que revisar una tesis y avanzar mis prácticas con el violín. Como compañía, elegí los caprichos de Paganini y mientras me emocinaba con el Capricho 24, tocaron el timbre de la casa y cuando me acerqué a ver por el ojo mágico, no había nadie. Sentí  temor, pero recapacité y me dije a mí mismo qué me podrían robar…¿Libros?.. ¿ropa?…¿mi adorado violín?...Esbocé una sonrisa de alivio y al momento de retirarme de la puerta,vi en el suelo una tarjeta de color negro con ribetes rojos. ¡Qué extraño! Jamás en mi vida recibí una tarjeta con esos colores. Más extraño,  todavía, que no sabía quién la pasó por debajo de la puerta. No creo que sean recibos de las deudas que tengo y todavía no las he terminado de pagar, menos aún,  algún informe sobre el que se llevó mi chalina en la fiesta del castillo Atlantic. Dejé de adivinar sobre el contenido de la tarjeta así que después de recogerla, la abrí y me encontré  con una invitación para una fiesta de Halloween. A esta edad y en este tiempo, me dije a mí mismo. Sin embargo, una de mis discípulas de la Universidad, me preguntó un día antes,  con que disfraz iba a ir. Le contesté que iría disfrazado de lobo. No se me ocurrió preguntarle a qué fiesta se refería y me encuentro con esta invitación con un aroma característico del patchuli que llevaba la dama de los ojos negros. Todo mi cuerpo se convulsionó desde la cabeza a los pies y mis recuerdos afloraban a flor de piel.


Cuando me acordé del padrino de Harry, también recordé al conde Hectorius de Auseville, auditor mayor del reino, que según el conde Nolberto Troll de Hungría, aquel se convertia en cobayo y que no era el único. Cuenta la leyenda que un amigo suyo, el Marqués de Kentucky, se convertía en un pollo negro y brillante como una avestruz. Conocí al marqués cuando era un adolescente y esperaba verlo como tal, no como un animago, pero era inofensivo y muy respetuoso. Supongo que la metamorfosis no iba a variar su carácter.
Mi curiosidad por la tarjeta y una simple letra “Y”  la asociaba con ella y tenía interés en desentrañar aquel misterio que corroía mi alma, así que fui al centro de la ciudad y busqué en la tienda de algún anticuario, un vestuario elegante con una máscara misteriosa de un lobo. La dirección era en una residencia cerca a la playa. Como no tenía coche, alquilé un taxi que no me quiso llevar hasta la puerta de la residencia porque el hombre me dijo con voz entrecortada que había visto un caballo de crines blancas que surcaba desde el cielo. ¿Será Luis Alberto de Sajonia? Algunos libros esotéricos manifestaban que este noble, descendía de Xantos y Balios. Otros textos que leí en la biblioteca de la casa de Elisabetta de Cerdeña, señalaban a Bucéfalo como abuelo del príncipe de Sajonia.
No había mucha luz en la residencia. Era muy amplia con pisos de mármol, paredes con cuadros tomados del Libro de la selva. Uno de ellos presentaba a Aquela y sus lobeznos cerca de Mowgli. Se me escarapeló el cuerpo, fue entonces que vi a Rowina de Southampton que me dijo con voz entrecortada y lúbrica “Te escapaste”. Me quedé mudo y evité su mirada para no quedarme otra vez petrificado. ¡Qué raro!...ella casi no hablaba. Estaba muy atractiva y parecía que tenía sed, mucha sed, pero de sangre. Ingresé rápidamente a otro ambiente y me encontré con varios animagos. Uno de ellos Sirius Black, con su estampa cánida y noble.  Conversaba con un enorme can que cumplía 25 años de Aniversario. Muy cerca a ellos estaba el Arcipreste de Colán que también estaba de aniversario y llevaba entre sus manos a un sapito con sus lentes y una vestimenta de príncipe que me dio risa, pero cuando me di cuenta que hablaba a una dama, me asusté. “¡Hola ñata bandida!” le dijo a una joven del séquito del Príncipe Alberto. Solo había bebido una copa de chateau Lafitte y no podía estar ebrio. Más allá estaba el cuy mágico quien con aire señorial conversaba con un albatros. Estos animales me parecían familiares. Cerca había una monita que emitía unos sonidos agradables. Por otro lado, unas palomitas con collares y chaquiras.Tenía ganas de gritar y gritar para darme cuenta que no estaba soñando, pero la musica era tan exótica y envolvente que me permitió ver a otro grupo entre ellos un gigante, una rana que hablaba francés y un viejo actor mexicano que abrazaban a un lobo. Yo sé quién es ese lobo. Es mi gran amigo el joyero peruano que le regaló una bella esmeralda a la vizcondesa Lyn de Marec. Entonces, yo que quería ser un unicornio, era también un lobo que buscaba con mis ojos cansados a una bella loba que olía a patchuli.
En un sofa de terciopelo rojo sangre estaba Fatma, la exótica mujer de Sierra Leona, que a pesar de ser musulmana, llevaba una estrella en el cuello. No sé si era para protegerse de los vampiros que andaban sueltos o para señalar que ella esperaba a un maharajá de la India que le contara como a Scheherezada los cuentos de las Mil y una noches. El encanto de Fatma era su danza morisca que atraía a los peregrinos del Sahara. Se la podía ubicar por un diamante que tenía en la oreja y su mirada de doncella en un oasis.
En el mismo sofá estaba Elisabetta, de cabellos negros y nariz aguileña quien arrebataba con su voz de mujer sarda y sus uñas largas pintadas del mismo color de sus labios: rojo sangre con un brillo carmíneo que jugueteaba con la música que llegaba a sus oídos. Su mirada como la de Rowina era lúbrica y atractiva que podía atraer al mozo más plantado pero para saciar su sed de…sangre. Ellas y Alexandra no envejecían nunca. Me cuentan que las memorias de un viejo marino mercante italiano relataba con calidez la belleza misteriosa de Elisabetta di Sardegna, su esposa quien nunca envejecía a medida que el tiempo acababa con él. ¿Era la misma persona que mencionamos ahora?...No sé. Yo solo se que su belleza enigmática me producía ensalivación y temor y ella estaba alli con sus dos amigas inseparables además de Fatma, la dama musulmana.
Un personaje regordete con su trombón en la mano y disfrazado de pingüino conversaba con el Caballero Carmelo de comida del sur del Perú, mientras un panda hindú y otro parecido dialogaban con un gracioso monito maquisapa sobre música y trabajo. ¡Qué hermosos vestuarios! Unos eran reales y otros parecían de verdad. No había que preocuparse por la mayoría de animales que eran amigos de Sirius. El problema estaba en Rowina y sus amigas: atractivas,de una belleza del renacimiento cuyos labios de un rojo intenso buscaban en la noche una víctima para calmar su sed.
Me retiré de aquel ambiente y estaba dispuesto a conversar con el conde de Auseville, pero lo vi acompañado de una dama siempre de rojo y blanco, pero esta vez con un vestido largo, un magnífico collar de rubíes y zarcillos del mismo color, sus ojos plomizos y su mirada de cierva que se percató de mi sonrisa y me llamó con delicadeza. Me acerqué y dialogué con ellos. Ella me entregó una pequeña tarjeta de color madera y se fue a bailar con el conde. Ella era Irascema do Bahia y era misteriosa y estaba a punto de contarme una historia que la atormentada. Cuando me quedé solo en ese ambiente, me dirigí a los jardines que daban a la playa , A través de un ventanal observaba el mar, el flujo y reflujo de las olas. Había luna llena y su replandor plateado formaba un camino que conducía tal vez al palacio de la luna. Seguía absorto con el dulce camino y sentí un olor a patchuli. No quise voltear porque podría ser una falsa alarma. De pronto unas manos largas y suaves me abrazaron y me dijeron con una voz infantil y cándida “¡Halloween!” Era Yasmina que posó sus bellos ojos negros sobre los míos. Como no tenía caramelos para darle, lo único que atiné a ofrecerle fue un beso. Duró varios segundos, pero me parecía que duró una eternidad. Cuando dejé de besarla le contesté “Halloween! Pero ella no sonríó. Solo me miraba y movía al son de la música sus labios carnosos.La mascarilla de un negro brillante puesta sobre una parte de su rostro era de una loba. Mi máscara también era de un lobo. Sentía deseos de aullar. Ella captó esa intención y también quiso hacerlo. Yo no me podía mover. M e sentía hipnotizado. Seguíamos mirándonos. Fue entonces que pronunció unas palabras extrañas: Ama bahebek o algo así. Me dio un beso y desapareció por el camino  de la luna toda etérea y lobuna. Cuando zambulló su cuerpo entre las espumas de las olas, escuché nuevamente aquel aullido que ingresaba por todas las partes de mi cuerpo y  que todavía estaba impregnado del mágico olor del patchuli.

lunes, 31 de octubre de 2011

ATLANTIC

Después de una certificación internacional en tres procesos, París bien vale una fiesta. Ernest Hemingway lo celebró en el Ritz, después de que los aliados ingresaron a París. Nosotros lo hicimos en el Atlantic. Es cierto que tuvimos una hermosa chocolatada con nuestros estudiantes. También disfrutamos de una kermés. Tendremos más adelante festival de danza y de Música para sellar con broche de oro con el EXPOCLARET. Olvidaba decir que nuestros exalumnos tuvieron el sábado su campeonato de fulbito. Lamento no haber podido asistir porque bailé mucho el sábado y me dolía la cintura, pero no me arrepiento. Jorge Gómez me disculpará por mi inasistencia, pero le diré que no quería comer pollo.
La entrada del Atlantic era impresionante. Sus escaleras y su ascensor nos daban un saludo de calidad. En el primer piso, los juegos y en el segundo diversos ambientes para una buena cena. Tengo que felicitar a Rocío, Élber, Jennifer, Gladys, Lucho Rojas y alguien más que no recuerdo, por esta noche maravillosa. Un buen aperitivo, bueno dos, mejor; tres, excelente. Una coqueta piña colada y un enternecedor pisco souer además de una efervescente algarrobina dieron los primeros pasos para estar contento. Las brochetas y los antipastos nos decían “No se vayan que esto se pone bueno”. Pues a repetir la algarrobina y no pasa nada. Los amigos, elegantes y las damas, preciosas. No era el Atlantic. Era el paraíso al estilo germano. Todos éramos guerreros y queríamos entrar al Valhala (No sé si así se escribe). Después de este primer momento, escogimos nuestras mesas. Buscaba a los Dinos, pero no los encontraba, así que me senté con Héctor, Jorge Díaz, Wilson, Hernán, Laura, Yovana, la inglesa, Teresita y alguien más.
 Las otras mesas tenían a los directivos, Inicial, Primaria, Educación Física y mi querida amiga Katherine, los muchachos de Mantenimiento, los que llegan tarde y la mesa de Leidy y sus amigas(Sofía Ramírez, Olga, Yovanita, Elizabeth  Sanes, Sofía Paz y Renée).
El Whisky, vino y agua se complementaron con las comidas tan bien que era hora de bailar y se bailó. Ana María estaba tan lejana, igual, Milly. Mechita y Jurissam estaban en el otro extremo que se hacía difícil llegar allí. Había tanta belleza que no sabíamos con quien bailar. Entre los bailarines destacó Pepe Correa que con sus nuevos pasitos logró el aplauso de la concurrencia. Pilar fue otra de las personas que bailaron toda la noche. Una de las más comprometidas para bailar fue Leidy que baila tan bien sobre todo la salsa y el merengue. Las chicas de Inicial siempre bailan en grupo y lo hacen tan bien que provoca mirar como lo hacen.
Un sobre de azul y blanco, provocó una enorme sonrisa en los asistentes que se animaron para bailar y cantar. Entre los coordinadores, el que más bailó fue César Náquira. El invitado especial -Toto- bailó hasta el cansancio con las profesoras de Secundaria.
Este 2011,  cumplían 25 años Gino Badoíno y Joel Pérez. Sus esposas estaban con ellos. ¡Felicidades para los dos! También nombraron a los que cumplieron treinta. ¿Y a los que cumplieron cuarenta o más?...sin cuenta…
Fue una noche inolvidable para nosotros y ellas.
Esta es la versión real.
Les invito a leer la versión ficticia y se llama LA CENA.
¡Hasta pronto!
                                                                                                              Don Lucas

LA CENA. . .

Tenía una flamante cena en el viejo castillo Atlantic. El conde de Auseville me invitó y no me lo iba a perder por nada. Los invitados pertenecían a las más rancias familias europeas. Hombres de mucho poder, bellas mujeres, damas interesantes, el obispo de Canterbury y su equipo de Quality world. Las mesas señalaban familias con características propias. Los caballeros de la mesa redonda observaban a los invitados y en especial al duque Jurgen de Edaff quien estaba en mi mesa .No sabía por qué. Lo cierto es que el conde de Auseville también nos acompañaba y yo estaba preocupado porque el conde Nolberto Troll. Mi gran amigo, me comentó que ambos nobles tenían el poder de convertirse en animales. Yo me preguntaba si era como los animagos de Harry Potter, porque de ser así me hubiera gustado convertirme en unicornio .El conde Hectorius prefería el conejillo de Indias, en cambio, el duque de Edaff le fascinaba las aves marinas y podría ser un albatros como el de Baudelaire.
Los nobles bebían vino casillero del diablo y los demás preferían un whisky Chivas Regal 21 años,  como el que trajo mi amigo Jorginho, el joyero peruano. Yo combiné vino, agua y whisky. Estaba muy contento con las brochetas, la piña colada , algarrobina y pisco souer. Estos aperitivos me hacían recordar que estaba en el siglo XXI. Sin embargo, he de confesar que las personas que me rodeaban parecían de otra época. No había bebido tanto como para imaginar y sentir que estaba en otro siglo. No creo que hayan puesto alguna pócima, además estaba feliz porque el obispo de Canterbury me hizo llegar un sobre de color azul y blanco con mucha discreción que acepté gustoso  y firmé al Marqués Luis Alberto de Sajonia.
Menos mal que me había emperifollado para no quedar ridículo ante los auditores del reino. Había bebido una copa de vino tinto, dejé la chalina que me obsequió J.K. Rowling  y me retiré al baño del viejo castillo. Era un ambiente lujoso. La seguridad del castillo estaba a la orden del día y las anfitrionas me regalaban sonrisas y atenciones. En ese momento se acercaba ella, con su cartera negra y su celular.  En un principio, creía que estaba soñando. Estaba acompañada de una damisela. No sabía si acercarme a darle un beso en la mejilla o saludarla. Mi indecisión recordó unos versos que me enseñó mi profesor de Literatura, pero yo los había cambiado: Tus ojos tan negros /dijeron que sí/ tus labios de rosa dijeron que no/…Yo estaba cerca de la puerta y antes que me atreviera a darle un saludo, ella me dijo secamente que si aquella puerta conducía a la cena. Le contesté que sí y ellas ingresaron y cerraron la puerta y me dejaron fuera. Yo no regresaba a mis cinco sentidos, pero vi que se acercaba la vizcondesa Lyn de Marec y saludó con una agradable sonrisa y un beso que despertó en mí una alegría sui generis, después del papelón que hice ante Yasmina y su acompañante.
Los nobles bailaban, yo también. En mi mesa estaba una dama de negro y rojo que sorprendentemente había crecido siete centímetros, pero estaba tan bella que tuve que sacrificar a mis amigos del club jurásico y así poder bailar con ella. Otro integrante de la mesa era un descendiente de Hernando de Soto, el conquistador español quien se había criado en Edimburgo durante toda su adolescencia. Además, el músico brasileño Wilson Simonal, compartía una conversación exquisita con dos damitas del condado de Zarat.
El tiempo avanzaba y cuando yo no bailaba observaba una mesa que estaba frente a la nuestra. Tres damitas que habían estudiado en la Universidad de Transilvania: Elisabetta de Cerdeña, Rowina de Southampton y Alejandra del Cuadro reían y  conversaban a diestra y siniestra. Al lado de ellas estaba la duquesa de Edaff, una exótica dama de Sierra Leona, la damisela y Yasmina. De repente, me di cuenta que me estaba mirando. Cuando esbocé una sonrisa, ella volvió a mirarme y bajó la cabeza. Mis orejas quemaban, sentí un olor cánido y mi corazón latía más fuerte. Le decía al duque de Edaff-que la conocía- que la sacara a bailar, pero nunca ocurrió. Alguien le pidió bailar y salió a la rueda de danza: Alta, espigada. Toda vestida de negro, sus labios brillaban, su mirada de acero cortaba cualquier observación y se cimbreaba con encanto. Yo sentía que me miraba de soslayo y me contentaba con no sacarla a bailar. De repente me dice que no. Cuando terminó esa danza, parece que alguien llamó a su celular y se le vio preocupada. Era casi las doce de la noche y se puso de pie, salió casi corriendo, bajó las escaleras de mármol del castillo. Salí tras de ella como si fuera el príncipe del cuento La cenicienta, pero no se le cayó ningún zapatito de cristal. Al verme, avanzó el paso y en su huida se le cayó un adorno. Lo recogí. Era un camafeo. Había una figura tallada en ónice. Mi corazón se aceleró. El tallado era un siberian husky con los colores plomo y blanco. Rápidamente lo guardé en el bolsillo. Ella desapareció como por arte de birlibirloque. Regresé, apesadumbrado a los amplios salones del Atlantic. Ya no quería beber ni bailar. Busqué  mi chalina para retirarme, pero no estaba. No sé por qué pasó por mi mente que ella se había llevado mi chalina. Pregunté a varias personas, pero nadie me dio razón ni les interesaba. Cuando busqué al Conde Auseville y al duque de Edaff, ya no estaban. Era como las dos de la mañana, y triste por la chalina, bajé las escaleras y salí del castillo y me encontré con Elisabetta, Rowina y Alejandra del Cuadro. No sé por qué preferían el color negro. Las tres estaban bellísimas y al saludarlas, vi que las tres tenía un hermoso collar, pero con una imagen que me puso los pelos de punta: un vampiro en alto relieve,  que parecía que tenía vida. Rowina me miraba, yo también. Sus estudios matemáticos me atraían y para olvidar un poco, me olvidé de Yasmina y Rowina se me acercaba mucho más, pero no miraba mis labios, miraba mi cuello. Lo mismo hicieron las otras dos. ¿Qué hacían las tres solas en las afueras del Atlantic? Me quedé petrificado. No podía moverme. Elisabetta y sus labios delgados ponía sus dientes sobre mi garganta. En un movimiento, mi cruz de madera que la tenía como protección y que me obsequió el Obispo, fue mi salvación, pero las enfureció y cuando iban a atacar por segunda vez, un grito estridente de un lobo las hizo huir. Tomaron un taxi y se fueron. Yo trataba de buscar de dónde venía ese aullido de furia que me salvó la vida y pude ver en la azotea de un edificio la silueta de una loba cuyo segundo aullido me conmovió. Sentía que me miraba y volvía a aullar con un sonido tan trágico que me torturaba el alma.
Los animales estaban presentes aquella noche en mi corazón, pero ninguno como aquella loba que se retiró cuando ya estaba seguro que nada podía pasarme y lo único que me queda es contarles a ustedes las horas que pasé en el viejo castillo del Atlantic.