viernes, 16 de noviembre de 2012

LA TORTA DE CUMPLEAÑOS

El sábado diez de noviembre fue un día muy especial para nuestro amigo Chacho, igualmente para Janet y también para mí. Los alumnos y alumnas de Tercer año de Secundaria me felicitaron el día lunes. Recibí hermosos regalos y  también, una carta maravillosa,  de uno de ellos. Uno de los bellos regalos fue una torta de chocolate que Marianita y un grupo de Chicas de la Promoción 74 me obsequiaron. Se veía tan deliciosa que se deslizaron un grupo de propuestas, entre ellas la de Alejandra que era de la idea que yo me llevara la torta a mi casa; Marcia, Andreíta y Janis, se les hacía agua la boca y tenían su plato listo para degustarla. Otras, esperaban que yo decidiera y así, la lectora de literatura gótica, tomó el cuchillo –por si acaso- no es un pasaje de Vajda, sino para cortar la torta de chocolate. Ella distribuyó equitativamente una pequeña porción para cada una de las chicas y cortó una tremenda porción para el cumplimentado, es decir, yo. Como el tiempo de recreo era corto, decidí llevarme mi parte y el resto de la torta, para mi casa. Me ayudaron, Martina, Carmen, Marie, Verónika, Viveka y Emilia. Nos dirigimos al comedor de los profesores y después de abrir la puerta, guardé el exquisito presente en la refrigeradora. Como aquella tarde, tenía urgencia de realizar varios trámites en un banco y en otros lugares. Dejé la torta en su caja para recogerla el día martes. Recordé aquella expresión de antaño “El martes, ni te cases ni te embarques, ni de tu casa te apartes”. Me aparté del distrito de San Miguel y me fui para San Isidro. Dos distritos cuyos nombres son santos. Así que estaba protegido. A pesar del taxi que me cobró una fortuna para llevarme a esos lugares, logré realizar mis trámites. No me crucé con ningún gato negro y decidí regresar a casa para contarles sobre mis regalitos.
Caminaba por Las Begonias para llegar a Javier Prado y tomar mi colectivo, y vi a un centenar de chicas-muchas de ellas con los ojos rasgados- quienes esperaban a sus ídolos en especial, al coreano del baile del caballo. No me dejaban pasar. Gritaban y gritaban para que asomen “los chinitos”, pero el único que asomó fue un moreno que estaba con una escoba como si fuera San Martín de Porres. Me hice la señal de la cruz y le pedí a San Martincito que hiciera un pequeño milagrito, para que me dejen pasar. Parece que se cumplió lo que pedí, porque me vino la idea de gritar como los demás, hacer un pasito del caballo, como me enseñó mi amigo Chicho, y la gente aplaudió y dijo “que el tío estaba a la moda”.
Gracias Martín-dije para mis adentros- y continué con mi camino para intentar cruzar la Avenida Javier Prado. Me crucé con muchas chiquillas de cabello largo y negro. Todas se parecían. Me acordé de Emi, una de las escritoras de Tercer año. Ella siempre me llama sensei. Ahora, este sensei, tenía que tomar con prisa un colectivo para La Marina. Así fue y logré llegar a casa. Les conté sobre la torta y me dijeron por qué no la había traído. Yo me imaginaba con este riquísimo  regalo que se me caía entre las innumerables fanáticas del baile del caballo y terminar embarrados todos con chocolate.
Ya había llegado la noche y me puse a leer una novela llamada Blanco y negro y como estaba cansado, me acosté temprano para esperar el próximo día y poder traer la torta de cumpleaños que estaba solita en la refrigeradora del comedor de trabajadores. Cuando llegó el día siguiente, ingresé en el primer recreo y vi la caja dentro de la refrigeradora. En el segundo recreo, volví a ingresar y encontré a una bella profesora de Primaria en el comedor. No me atreví a revisar la torta. La última vez que ingresé, para llevarme la torta a la hora de salida, encontré la tapa que estaba abierta. Al abrirla, me di con la sorpresa que se habían comido gran parte de la torta de cumpleaños y me dejaron algo para comerla en mi casa. Ni siquiera, me dijeron gracias. Por lo menos la torta de tres leches que se comieron en otra oportunidad, lavaron el táper y si se trata de las gaseosas, tapan las botellas.
 En caso del ají, limones, sal, no sé. Tengo que imaginar  que hay un fantasma que está pasando hambre y que es menester alimentarlo.”Después del trueno, el relámpago” dice el autor de El lazarillo de Tormes. El hambre es terrible y yo no quiero ser el ciego ni el fraile de esta novela picaresca. Así que he decidido dejarle a este pobrecillo famélico o famélica unos sanguchitos de pollo con bastante mayonesa preparada a las doce de la noche y con la ayuda de tres padrenuestros y una ave María para purificar el alma  de este fantasmita. Leidy ha prometido un refresco con unas hierbitas de ruibarbo para limpiar su barriguita, en caso le caiga mal.
Como no podemos recurrir a una norma sobre la seguridad en el trabajo, el Doctor Larios ha prometido una pastillita milagrosa que ha dado buenos resultados y que no quiere dar el nombre para que los incrédulos, se burlen. El equipo de Comunicación ha culpado al Chavo del ocho o a Lázaro de Tormes. Yo pienso que fue el buscón llamado Don Pablos, exemplo de vagamundos y espejo de tacaños. La ficción se ha puesto de acuerdo y para investigar ha contratado al Doctor Watson y su gran amigo Sherlock Holmes. El Equipo de calidad va a solicitar una cámara especial para el comedor y para el próximo 31 de octubre, los trabajadores traerán sus calabazas con una velita cada uno para limpiar el lugar. Esta reunión contará con la presencia del más alto dirigente del Equipo de la Convivencia: El Dr. Nolberto Mejía.
Don Lucas


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