El 31 de octubre celebraron en mi país la fiesta halloween. No le di importancia a este día. Tenía que revisar una tesis y avanzar mis prácticas con el violín. Como compañía, elegí los caprichos de Paganini y mientras me emocinaba con el Capricho 24, tocaron el timbre de la casa y cuando me acerqué a ver por el ojo mágico, no había nadie. Sentí temor, pero recapacité y me dije a mí mismo qué me podrían robar…¿Libros?.. ¿ropa?…¿mi adorado violín?...Esbocé una sonrisa de alivio y al momento de retirarme de la puerta,vi en el suelo una tarjeta de color negro con ribetes rojos. ¡Qué extraño! Jamás en mi vida recibí una tarjeta con esos colores. Más extraño, todavía, que no sabía quién la pasó por debajo de la puerta. No creo que sean recibos de las deudas que tengo y todavía no las he terminado de pagar, menos aún, algún informe sobre el que se llevó mi chalina en la fiesta del castillo Atlantic. Dejé de adivinar sobre el contenido de la tarjeta así que después de recogerla, la abrí y me encontré con una invitación para una fiesta de Halloween. A esta edad y en este tiempo, me dije a mí mismo. Sin embargo, una de mis discípulas de la Universidad, me preguntó un día antes, con que disfraz iba a ir. Le contesté que iría disfrazado de lobo. No se me ocurrió preguntarle a qué fiesta se refería y me encuentro con esta invitación con un aroma característico del patchuli que llevaba la dama de los ojos negros. Todo mi cuerpo se convulsionó desde la cabeza a los pies y mis recuerdos afloraban a flor de piel.
Cuando me acordé del padrino de Harry, también recordé al conde Hectorius de Auseville, auditor mayor del reino, que según el conde Nolberto Troll de Hungría, aquel se convertia en cobayo y que no era el único. Cuenta la leyenda que un amigo suyo, el Marqués de Kentucky, se convertía en un pollo negro y brillante como una avestruz. Conocí al marqués cuando era un adolescente y esperaba verlo como tal, no como un animago, pero era inofensivo y muy respetuoso. Supongo que la metamorfosis no iba a variar su carácter.
Mi curiosidad por la tarjeta y una simple letra “Y” la asociaba con ella y tenía interés en desentrañar aquel misterio que corroía mi alma, así que fui al centro de la ciudad y busqué en la tienda de algún anticuario, un vestuario elegante con una máscara misteriosa de un lobo. La dirección era en una residencia cerca a la playa. Como no tenía coche, alquilé un taxi que no me quiso llevar hasta la puerta de la residencia porque el hombre me dijo con voz entrecortada que había visto un caballo de crines blancas que surcaba desde el cielo. ¿Será Luis Alberto de Sajonia? Algunos libros esotéricos manifestaban que este noble, descendía de Xantos y Balios. Otros textos que leí en la biblioteca de la casa de Elisabetta de Cerdeña, señalaban a Bucéfalo como abuelo del príncipe de Sajonia.
No había mucha luz en la residencia. Era muy amplia con pisos de mármol, paredes con cuadros tomados del Libro de la selva. Uno de ellos presentaba a Aquela y sus lobeznos cerca de Mowgli. Se me escarapeló el cuerpo, fue entonces que vi a Rowina de Southampton que me dijo con voz entrecortada y lúbrica “Te escapaste”. Me quedé mudo y evité su mirada para no quedarme otra vez petrificado. ¡Qué raro!...ella casi no hablaba. Estaba muy atractiva y parecía que tenía sed, mucha sed, pero de sangre. Ingresé rápidamente a otro ambiente y me encontré con varios animagos. Uno de ellos Sirius Black, con su estampa cánida y noble. Conversaba con un enorme can que cumplía 25 años de Aniversario. Muy cerca a ellos estaba el Arcipreste de Colán que también estaba de aniversario y llevaba entre sus manos a un sapito con sus lentes y una vestimenta de príncipe que me dio risa, pero cuando me di cuenta que hablaba a una dama, me asusté. “¡Hola ñata bandida!” le dijo a una joven del séquito del Príncipe Alberto. Solo había bebido una copa de chateau Lafitte y no podía estar ebrio. Más allá estaba el cuy mágico quien con aire señorial conversaba con un albatros. Estos animales me parecían familiares. Cerca había una monita que emitía unos sonidos agradables. Por otro lado, unas palomitas con collares y chaquiras.Tenía ganas de gritar y gritar para darme cuenta que no estaba soñando, pero la musica era tan exótica y envolvente que me permitió ver a otro grupo entre ellos un gigante, una rana que hablaba francés y un viejo actor mexicano que abrazaban a un lobo. Yo sé quién es ese lobo. Es mi gran amigo el joyero peruano que le regaló una bella esmeralda a la vizcondesa Lyn de Marec. Entonces, yo que quería ser un unicornio, era también un lobo que buscaba con mis ojos cansados a una bella loba que olía a patchuli.
En un sofa de terciopelo rojo sangre estaba Fatma, la exótica mujer de Sierra Leona, que a pesar de ser musulmana, llevaba una estrella en el cuello. No sé si era para protegerse de los vampiros que andaban sueltos o para señalar que ella esperaba a un maharajá de la India que le contara como a Scheherezada los cuentos de las Mil y una noches. El encanto de Fatma era su danza morisca que atraía a los peregrinos del Sahara. Se la podía ubicar por un diamante que tenía en la oreja y su mirada de doncella en un oasis.
En el mismo sofá estaba Elisabetta, de cabellos negros y nariz aguileña quien arrebataba con su voz de mujer sarda y sus uñas largas pintadas del mismo color de sus labios: rojo sangre con un brillo carmíneo que jugueteaba con la música que llegaba a sus oídos. Su mirada como la de Rowina era lúbrica y atractiva que podía atraer al mozo más plantado pero para saciar su sed de…sangre. Ellas y Alexandra no envejecían nunca. Me cuentan que las memorias de un viejo marino mercante italiano relataba con calidez la belleza misteriosa de Elisabetta di Sardegna, su esposa quien nunca envejecía a medida que el tiempo acababa con él. ¿Era la misma persona que mencionamos ahora?...No sé. Yo solo se que su belleza enigmática me producía ensalivación y temor y ella estaba alli con sus dos amigas inseparables además de Fatma, la dama musulmana.
Un personaje regordete con su trombón en la mano y disfrazado de pingüino conversaba con el Caballero Carmelo de comida del sur del Perú, mientras un panda hindú y otro parecido dialogaban con un gracioso monito maquisapa sobre música y trabajo. ¡Qué hermosos vestuarios! Unos eran reales y otros parecían de verdad. No había que preocuparse por la mayoría de animales que eran amigos de Sirius. El problema estaba en Rowina y sus amigas: atractivas,de una belleza del renacimiento cuyos labios de un rojo intenso buscaban en la noche una víctima para calmar su sed.
Me retiré de aquel ambiente y estaba dispuesto a conversar con el conde de Auseville, pero lo vi acompañado de una dama siempre de rojo y blanco, pero esta vez con un vestido largo, un magnífico collar de rubíes y zarcillos del mismo color, sus ojos plomizos y su mirada de cierva que se percató de mi sonrisa y me llamó con delicadeza. Me acerqué y dialogué con ellos. Ella me entregó una pequeña tarjeta de color madera y se fue a bailar con el conde. Ella era Irascema do Bahia y era misteriosa y estaba a punto de contarme una historia que la atormentada. Cuando me quedé solo en ese ambiente, me dirigí a los jardines que daban a la playa , A través de un ventanal observaba el mar, el flujo y reflujo de las olas. Había luna llena y su replandor plateado formaba un camino que conducía tal vez al palacio de la luna. Seguía absorto con el dulce camino y sentí un olor a patchuli. No quise voltear porque podría ser una falsa alarma. De pronto unas manos largas y suaves me abrazaron y me dijeron con una voz infantil y cándida “¡Halloween!” Era Yasmina que posó sus bellos ojos negros sobre los míos. Como no tenía caramelos para darle, lo único que atiné a ofrecerle fue un beso. Duró varios segundos, pero me parecía que duró una eternidad. Cuando dejé de besarla le contesté “Halloween! Pero ella no sonríó. Solo me miraba y movía al son de la música sus labios carnosos.La mascarilla de un negro brillante puesta sobre una parte de su rostro era de una loba. Mi máscara también era de un lobo. Sentía deseos de aullar. Ella captó esa intención y también quiso hacerlo. Yo no me podía mover. M e sentía hipnotizado. Seguíamos mirándonos. Fue entonces que pronunció unas palabras extrañas: Ama bahebek o algo así. Me dio un beso y desapareció por el camino de la luna toda etérea y lobuna. Cuando zambulló su cuerpo entre las espumas de las olas, escuché nuevamente aquel aullido que ingresaba por todas las partes de mi cuerpo y que todavía estaba impregnado del mágico olor del patchuli.